(2) EL ODIO, de Mathieu Kassovitz.

FUEGO EN LAS CALLES
El segundo largometraje de Mathieu Kassovitz, un joven de 27 años que debutó con Métisse (1993), premiado en diversos festivales, es una dura crónica sobre los suburbios de París, con el enfrentamiento entre policías y jóvenes, con el protagonismo de tres muchachos que a lo largo de 24 horas deambulan de forma errática y que, finamente, marchan desde el barrio periférico donde viven al centro de la ciudad para visitar a un compañero hospitalizado.
Con antecedentes fílmicos que van desde Los vencidos (1953) de Antonioni a Los golfos (1959) de Saura, y desde Malas calles (1973) de Scorsese a Haz lo que debas (1989) de Spike Lee, El odio es una dura obra que refleja el malestar de ciertos sectores marginales de la sociedad francesa, encarnados aquí por tres amigos procedentes de la emigración —un negro subsahariano, un árabe que trapichea con drogas y un judía muy agresivo— cuyo radicalismo nada tiene que ver con los jóvenes burgueses inquietos que nos mostraba Rebelde sin causa (1955) de Nicholas Ray o Historias del Kronen (1995) de Montxo Armendáriz.
La frustración, la rebeldía y el odio al sistema son aquí la consecuencia de un círculo vicioso fatal formado por la tortura policial, la revuelta callejera y los heridos detenidos, agravado aún más por la sugerida complicidad entre las fuerzas del orden y los skinheads racistas.
Producción con gran margen de libertad y relativamente barata, la película fue rodada con fotografía en B/N, sonido directo, cámara móvil y un ritmo trepidante, adoptando un estilo cercano al reportaje televisivo cuyo “realismo sucio” de imágenes inquietantes busca sacudir la conciencia del espectador.
Los personajes definen sus psicologías a través de sus actos y, en una sociedad sin futuro ni ideales, nos revelan su malestar interior, su agresividad, su desazón existencial y su desesperanza en un relato que, a mi juicio, necesitaría menos apriorismos ideológicos y un mejor análisis del contexto social. El punto de vista de El odio evidencia cierto fatalismo en la contemplación del caos social imperante y deja traslucir una cierta complicidad, sin suficiente distanciamiento reflexivo, de unos hechos que parecen ser síntoma premonitorio de un próximo y sangriento holocausto final.
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