(3) LOS PUENTES DE MADISON, de Clint Eastwood.

UN APASIONADO AMOR SIN CONSUMAR
Clint Eastwood, aquel duro action man de antaño del cine estadounidense, ha madurado en los últimos años desarrollando en su labor como realizador una elegante y emotiva faceta lírica que adquiere en Los puentes de Madison, novela de Robert James Waller convertida en guión por Richard LaGravenese, el calado de un profundo y apasionado romanticismo.
Su argumento no destaca precisamente por su originalidad dentro del drama sentimental, pero está narrado con gran talento y contenida emoción. La apacible pero anodina vida de Francesca Johnson (Meryl Streep), un ama de casa que vive en una granja con su familia, se ve alterada con la llegada de Robert Kincaid (Clint Eastwood), un veterano fotógrafo de la revista National Geographic, que visita el condado de Madison (Iowa) para fotografiar sus viejos puentes.
Su historia de amor, circunscrita en la acción a cuatro días en la vida de los protagonistas, alcanza en el relato esa dimensión intemporal por la que solo esta clase de historias obtienen carta de naturaleza. La sobria y elegante puesta en escena del film resalta la turbulenta pasión interior entre la pareja, formada por una Meryl Streep y un Clint Eastwood que no sobreactúan con grandilocuente gestualidad o con subrayados innecesarios.
La estructura en flashbacks de la película arranca en un presente de renuncias y olvido: el de los hijos de la mujer que vivió en secreto el amor otoñal de su existencia. Fallecida, la revelación de su diario les emplaza a encarar la mezquindad y rutina que comparten con sus respectivos cónyuges desde la decisión moral que tomó la madre de preservar a su familia renunciando al amor verdadero. Todos los porqués cobran sentido tras su muerte y su memoria se revela como una prueba de amor irrenunciable.
El presente gris y anodino de los hijos choca frontalmente con la pasión rememorada de la madre, que se relanza a cada interrupción con mayor ímpetu y se convierte en el único presente narrativo. Los saltos temporales modulan una continuidad progresiva, en la que va desde una simple amistad surgida en el encuentro casual entre el fotógrafo y la mujer al amor que termina por prender entre ellos, trazando a lo largo de la narración una sola y asombrosa elipsis final enmarcada en un viejo puente de madera de Madison, un lugar de tránsito que se erige como topografía sentimental de la historia.
Los puentes de Madison es la prueba de que se puede hacer un buen melodrama sin recurrir a las fórmulas convencionales y a las hipérboles sentimentales.
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