(1) JARDINES COLGANTES, de Pablo Llorca.

TEJIDOS Y NOVEDADES
La película ha recibido algunos galardones en diversos festivales a pesar de su limitado presupuesto, unos 50 millones de pesetas, y de ser el segundo largometraje del joven cineasta Pablo Llorca, un realizador cuya obra puede inscribirse en la órbita del “cine de autor”, denominación que presupone un estilo personal pero también el riesgo del salto en el vacío y la posibilidad del consiguiente batacazo cuando fallan los parámetros del cine narrativo convencional.
Pero la postura del espectador de cine se parece mucho a la del potencial amante que espera y necesita ser seducido, en este caso por la pantalla, y lo cierto es que esta simbiosis apenas se ha producido en esta ocasión. A pesar de la buena fotografía de Gerardo Gormezano y de la presencia de buenos actores como Feodor Atkine e Icíar Bollaín, el relato empieza fallando por el ritmo, desesperadamente lento, con una sucesión de planos que apenas aportan información sobre los personajes y los conflictos, como si a estas alturas todavía estuvieran por descubrir las elipsis narrativas, la capacidad expresiva de los ángulos de cámara y la función creadora espacio-temporal del montaje.
Un remontaje del film con media hora menos de metraje quizá hiciera más ágil su ritmo pero no estoy segudo de que pudiera resolver el problema de su estilo, que no es naturalista pero cuya plasmación de un universo abstracto e imaginario, donde imperan unas pulsiones de violencia y de sexo de resonancias oníricas, carece de la suficiente complejidad y sutileza para que el ambiente claustrofóbico creado, huérfano de todo referente espacio-temporal naturalista, pueda convertirse en una meditación más universal sobre la condición humana.
Con unos diálogos bastante literarios y rebuscados, las metáforas del billar y del oficio del sastre, ejercicios artesanales donde prima la racionalidad frente a la brutal exteriorización de los instintos más primitivos, apenas tiene trascendencia.
Jardines colgantes puede ser vista como la formalización simbólica de un mundo poblado por seres mediocres y frustrados cuya única realizacion personal es el “voyeurismo”, es decir, el limitarse a mirar aquello que no pueden hacer o poseer. Pero eso ya lo mostraron con más efectividad y belleza tanto Kieslowski en No amarás (1988) como Patrice Leconte en Monsieur Hire (1989).
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