(4) LA EDAD DE LA INOCENCIA, de Martin Scorsese.

ORGULLO Y PREJUICIO
Adaptación fílmica de la novela homónima de Edith Wharton, una escritora que se convirtió en la cronista social de Nueva York de finales del siglo XIX y que ganó con La edad de la inocencia el premio Pulitzer en 1921, un relato-río que puede parecer farragoso por su multitud de personajes, localizaciones y amplitud temporal —50 años, de 1870 a 1920— pero que, sin duda, comparte el rigor en la descripción psicológica de la mejor novelística del pasado siglo.
La película narra, en esencia, el choque entre dos mundos, representados por dos mujeres —una, la novia tradicional; la otra, una mujer casada y más liberada— entre las que se debate el joven y apuesto Newland Archer. Tres personajes magníficamente encarnados por Winona Ryder, Michelle Pfeiffer y Daniel Day-Lewis, respectivamente, y cuyo conflicto es resuelto con el mantenimiento del orden social y familiar a costa del sacrificio de los sentimientos individuales.
Este drama personal viene enmarcado en el universo neoyorkino de las clases altas, de las familias, tribus y clanes aristocráticos que ejercían una rígida dictadura sobre las conductas de sus miembros y allegados al socaire de unas normas consuetudinarias tan puritanas como hipócritas. La obesa Mrs. Mingott, que dictamina sobre lo justo y lo conveniente, inmóvil en su sillón, es la acertada metáfora que viene a ilustrar sobre el profundo reaccionarismo y la inercia de los de su clase.
Pero sobre esta historia en la que la realidad —los sentimientos amorosos— es sofocada por los convencionalismos —los intereses y las apariencias— se cernía el peligro del folletín, del efectismo y del moralismo. Scorsese, sin embargo, ha sabido sortear con talento y brillantez las trampas del referente literario gracias a una experta dirección de actores, que modera su gesticulación para convertirse en austeridad; a una cámara funcional que no se pierde en arabescos innecesarios; a unas escenas que nunca se alargan más de lo preciso para mostrar las situaciones; a una voz en off que viene a desempeñar un cierto papel distanciador; y, principalmente, merced a una absoluta ausencia de retórica verbal, confiando en lo visual como fundamento descriptivo y expresivo de las características de una clase social elevada: la liturgia y ostentación de las cenas, por ejemplo, que nos define a los personajes por sus gestos, ritos y etiquetas.
La edad de la inocencia, posiblemente la mejor película de Scorsese hasta la fecha, cuenta con una extraordinaria fotografía de Michael Ballhaus y una evocadora música de veterano Elmer Bernstein, pero sería injusto olvidar los múltiples referentes cinematográficos que, salvando las naturales distancias, planean sobre el film: desde el sobrio clasicismo y la funcionalidad narrativa de La heredera (1949) de William Wyler a la intensidad del melodrama como instrumento de análisis de una moral social en El cuarto mandamiento (1942) de Orson Welles; desde el suntuoso barroquismo escenográfico Belle èpoque de un Max Ophüls a la elegancia y nobleza de formas del Visconti de El Gatopardo (1963); todo ello sin olvidar la importancia del color, decorados, vestuario y maquillaje en el cine de Minnelli para caracterizar y definir a los personajes.
Lo cierto es que Scorsese ha sabido conjugar las diferentes aportaciones financieras y artísticas en una gran labor de producción en la que, curiosamente, por tratarse de un cine de época, recurrió con frecuencia al rodaje en exteriores e interiores naturales, tras una intensa y meritoria labor de localización. Todo ello en un film que no renuncia a ciertas osadías de estilo, un vanguardismo que puede concretarse en los fundidos en amarillo y en rojo para finalizar determinadas secuencias o la superposición de las voces en off simultáneas de la narradora y de uno de los personajes femeninos, pero que logra sintetizar la fuerza de los sentimientos, la lucidez analítica y la contención expresiva.
Así pues, La edad de la inocencia es una excelente obra del irregular Martin Scorsese que aquí se manifiesta como un magnífico y exquisito cineasta y que quizá hubiésemos considerado una obra maestra de haberse exhibido en su versión original.
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