(3) PEQUEÑO BUDA, de Bernardo Bertolucci.

LA REENCARNACIÓN DEL LAMA
Podría pensarse, a primera vista, que Bertolucci ha optado por una vía escapista en sus últimas películas al situar los conflictos en continentes tan ajenos a la cultura europea como Asia, con El último emperador (1987), y África, con El cielo protector (1989). Seguramente lo que sucede es que el cineasta italiano, como intelectual de izquierdas, ha constatado la profunda crisis que afecta a Occidente y, sumido en la perpejlidad, al no hallar respuesta en los manuales de la ortodoxia marxista, ha vuelto su mirada hacia los valores profundamente humanistas que configuran las culturas y religiones de otros pueblos, los llamados tercermundistas países en desarrollo, en esta ocasión las enseñanzas del budismo.
El que Bertolucci haya intentado tender un puente dialéctico entre la vida y la doctrina de Buda (563-483 a. C.) y el mundo occidental de hoy viene explicitado mediante la estructura narrativa de Pequeño Buda, integrada por dos bloques, relacionados mediante flashbacks, el primero de los cuales mostrado con unos colores cálidos y fastuosos; el segundo con fríos tonos grises metalizados. El paralelismo y, a la vez, divergencia entre ambos se acentúa con las historias similares del Buda cortesano que abandona los placeres de palacio al descubrir el dolor humano y la del arquitecto que pierde a un amigo, que sufre la crisis económica y que viaja a Nepal. Pero así como Occidente es mostrado como un compendio de vicios, el budismo se proyecta como un camino hacia la felicidad, como un largo y sacrificado trayecto hacia el nirvana a través de sucesivas reencarnaciones que pasa por la meditación profunda, el ascentismo, el control de las emociones, la renuncia de los placeres y riquezas y por el encuentro con la serenidad, la bondad y el amor universal.
Y así, frente a la autocomplacencia occidental y el apego a las cosas, la constatación budista de que todo es provisional y efímero. Y frente al conflicto entre estados, razas, culturas y sexos, la síntesis de los tres “pequeños Budas” reencarnados que viene a simbolizar la convivencia fraternal y solidaria.
Puede pensarse, no sin razón, que ante la complejidad y profundidad de los problemas del mundo actual, las propuestas del budismo son demasiado elementales y simples, ya que éstas aparecen como una guía moral y como un recetario filosófico a modo de supermercados del espíritu en el que cada cual puede coger sólo aquello que le interesa. Indudablemente, Bertolucci se muestra como un optimista de la Historia y ha sabido magníficamente transmitir su mensaje de fraternidad universal con el auxilio de dos excelentes técnicos: el fotógrafo Vittorio Storaro, responsable de unas imágenes fascinantes que materializan el hondo lirismo de las antiguas leyendas; y el músico Ryuichi Sakamoto, cuya banda sonora nos sumerge en un misticismo panteísta de fuerte impacto emocional.
Bertolucci, sin duda, ha conectado con el Rossellini de Francisco, juglar de Dios (1950), propugnando la vuelta a los orígenes, un cristianismo primitivo equivalente al budismo, a una radical sencillez frente a las turbulencias y los horrores de la vida contemporánea. Un didactismo sin asomo de pedantería, una propuesta teórica carente de dogmatismo y una sencillez conceptual al alcance de todas las mentes puede convertir la película, de gran belleza formal por otra parte, en objeto de culto tanto para cinéfilos exigentes como para públicos más mayoritarios.
A otros, propensos a realizar también una lectura política del relato, les asaltará la sospecha de que Bertolucci, como el Buda fílmico, ha optado por emprender el camino de en medio, por una tercera vía —¿la socialdemocracia?— entre el fundamentalismo de los intransigentes ascetas —el comunismo— y las pompas mundanas de la corte —el capitalismo—. Únicamente hay un inconveniente entre tanta sutileza dialéctica: ¿qué hacemos con la miseria generalizada del Tercer Mundo y con los millones de marginados del sistema de la llamada “sociedad del bienestar” occidental?
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