(2) LA TAPADERA, de Sydney Pollack.

EL PRECIO DEL ÉXITO
Hace unos treinta años el Colegio de Abogados intentó impedir en Valencia la exhibición de El proceso (1962) de Orson Welles, alegando que el film atentaba contra su honorabilidad corporativa. Eran otros tiempos, pero es fácil imaginar cómo hubieran reaccionado entonces ante una película como La tapadera, cuyo referente principal es un próspero bufete de abogados que se dedica a blanquear dinero negro de la mafia, producto de sus actividades delictivas.
Un joven y brillante letrado (Tom Cruise) es seleccionado por la firma y pronto descubre que se le ofrece la prosperidad económica a cabmio de un absoluto control sobre su vida privada y, sobre todo, de su complicidad con los negocios ilegales que debe asesorar y gestionar. Rápidamente, el espectador comprende que el relato tiene como eje principal el tema de la corrupción y que el drama humano del protagonista es solucionar el dilema entre ética y riqueza, entre silencio cómplice y denuncia a la policía.
Pero, una vez más en el cine de Hollywood, el mito faustiano de la venta del alma a cambio de la juventud o la prosaica traición de principios pierde en gran medida su identidad, su profundo significado para convertirse en espectáculo. El conflicto básico antes aludido se diluye, durante la segunda mitad del film, en multitud de conflictos secundarios —situaciones de amor, sexo, celos, familia, intriga, suspense, violencia, etc.— no siempre desarrollados con la lógica deseable.
La interesante y compleja idea del punto de partida, las contradicciones morales del individuo en una sociedad competitiva y de consumo, se desnaturaliza o traiciona al adoptar el relato las características formales del thriller y al convertirse los conceptos en emociones a través de un cine “de género” cuyas limitaciones en cuanto a realismo psicológico y social son, salvo excepciones, bien conocidas.
John Grisham, el autor de la novela original en que se basó la película, ha declarado que se han cambiado muchos pasajes de la obra, incluyendo un final donde el protagonista se plegaba absolutamente a los designios de sus corruptos jefes. Final pesimista pero mucho más acorde con la vigente cultura del “pelotazo” y con la moral trepadora del ejecutivo agresivo. En el film se han inventado un desenlace ambiguo y confuso que intenta en vano contentar a todos: el protagonista denuncia la corrupción de la empresa a la hora de hinchar las facturas de sus clientes pero silencia su colaboración con la mafia. Hay reconciliación conyugal y todos tan contentos.
Actores, fotografía y ritmo narrativo son los adecuados para lograr el perfecto entretenimiento de los espectadores, para suministrar al público que paga esa ración de emociones y de sensaciones básicas con las que comulga y que le gratifican. Desde el punto de vista más exigente, más racional, uno añora el cine de autor, más realista y honesto, más riguroso pero menos comercial, que no recurre a trilladas pero eficaces fórmulas argumentales que le garantizan el favor de la mayoría. Sin duda, por eso, La tapadera será uno de los grandes éxitos de la temporada.
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