(3) SIN PERDÓN, de Clint Eastwood.

PUNTO SIN RETORNO
Cuando el western parecía haber desaparecido definitivamente de las pantallas cinematográficas, Clint Eastwood devuelve el género a la grandeza que en su día tuvo, recuperando su esencia y sus ingredientes característicos. El Eastwood sereno y maduro de Sin perdón sortea una perspectiva nostálgica del cine del Oeste exhibiendo, por el contrario, una profundidad de mirada propia de un clásico.
La trayectoria del cineasta converge con la de los prototipos individuales que ha encarnado y le encarnan en esta película dura, contundente, desmitificadora. Bañada de una luz crepuscular e inspirada por el signo de la decadencia y de la muerte. El patriarca hermético, el guerrero huraño, el superviviente desengañado, el forajido atormentado vive ahora viejo y cansado, arrepentido de su innoble pasado, en una granja miserable junto a los dos hijos de un matrimonio truncado por la muerte de su esposa. Pero este espejismo de vida sedentaria, de un hombre cualquiera integrado en sociedad, no tarda en resquebrajarse.
Un hecho violento, la agresión de una prostituta por dos vaqueros, pone a prueba los fundamentos de la civilización del Oeste. El castigo, la simple compensación que por “maltratar la propiedad ajena” recibe el dueño de los billares, lo impone un sheriff encarnado por un magnífico Gene Hackman, alguien que cree conocer bien las leyes porque las ha violado todas. Las prostitutas estallan de ira y resucitan los antiguos lazos de sangre sobre la ley política, poniéndoles precio a las vidas de los dos vaqueros. Y el personaje de Eastwood, a la llamada del mercado de la muerte, abandona su lento anquilosamiento en la granja para afirmarse, reafirmando su pasado, con las armas.
Junto a un viejo socio interpretado por un fabuloso Morgan Freeman, y un joven don nadie e inexperto asesino a sueldo, el protagonista cumple su último itinerario con el destino como único aliado. Con realismo sin rebozo, estremecedor, el film nos enseña algunas muertes absurdas, sin contenido, sin fascinación alguna. No hay nada fascinante en el sucio paisaje que presenta Sin perdón. En un momento determinado, el asesino fanfarrón que interpreta Richard Harris amedrenta al coro residual que la sociedad estadounidense ha expulsado hacia el Oeste con exageradas ínfulas de realeza, de las que da buena cuenta, al dictado, su apocado biógrafo. Ese áurea que frena los gatillos es la que adquiere el personaje de Eastwood cuando se enfrenta al sheriff en el duelo final. Reaparece finalmente su pasado ignominioso y vuelve a personificar esa nostalgia de barbarie que demanda y fascina a la civilización surgida del far west, esa violencia formalizada del western sobre la que reflexiona con un poso de amargura Eastwood, sobre la que el cineasta ha construido su carrera cinematográfica.
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