(0) TACONES LEJANOS, de Pedro Almodóvar.

LA DOBLE VIDA DE UN JUEZ
Existen dos clases de cineastas famosos: los reconocidos de forma unánime por su talento tanto en su profesión como en la prensa especializada y en los ambientes académicos, y los “listos”, aquellos que no destacando especialmente en su oficio saben aprovechar la coyuntura para ponerse de moda y recibir el respaldo incondicional de los amiguetes, conectando en todo caso con los anhelos y frustraciones de amplios sectores de la sociedad. Es obvio que Almodóvar pertenece a este segundo apartado.
El éxito del director manchego no es resultado de la calidad o el interés de sus películas. El amplio reconocimiento de su obra es consecuencia tanto de una hábil operación de marketing, de una histérica y gratuita promoción de sus estrenos incluso desde plataformas “culturales” públicas, también infectadas por la ola de frivolidad y de “modernez” que nos invade, como, seguramente, del apoyo incondicional y entusiasta de la llamada “mafia rosa” acrítica y pachanguera instalada en numerosos medios de comunicación, evidentemente gratificada y solidaria ante el carnavalesco universo gay almodovariano, en un sutil proceso de identificación mixtificadora que va desde el reconocimiento de un legítimo erotismo “diferente” a la plasmación de gustos horteras y desde la defensa de valores evanescentes a la definitiva entronización de una ideología marcadamente reaccionaria. Unos guiños cómplices y triviales que nada tienen que ver, desde luego, con la seriedad y el realismo de la óptica, desde o sobre la homosexualidad, utilizada por autores como Pasolini, Fassbinder o el Mehdi Charef de Miss Mona (1987).
Tacones lejanos es una película que no merece ni diez líneas de comentario por su folletinesca estructura narrativa propia del culebrón televisivo, por su infame guión lleno de inverosímiles recovecos y rebuscadas incidencias, y por sus infernales diálogos que no pueden salvar ni actrices de la talla de Marisa Paredes y Victoria Abril. ¿Qué queda, pues? Simplemente el morbo de un Miguel Bosé ataviado de drag-queen, en realidad un improbable juez muy macho que se disfraza y actúa en un tugurio para investigar un turbio asesinato.
El afamado Almodóvar haría bien en moderar su vanidad de genio adulado por esa legión de profesionales de la lisonja que siempre se apuntan al caballo ganador. Y si fuera capaz de hacer un ejercicio de modestia reconocería sus grandes limitaciones o insuficiencias. Hacer buen cine es mucho más difícil que volcar en un papel situaciones, personajes y frases teniendo como única referencia sus peculiares recuerdos y sus personales fantasmas de asiduo cinéfilo adolescente frecuentador de salas de barrio, porque el drama viene después, en la puesta en escena, al intentar dar coherencia y rigor expresivos a todo ese caótico e inconsistente magma de particulares caprichos e ingeniosidades.
En mi opinión, Pedro Almodóvar es un bluff de colosales dimensiones, un falso valor del cine español, un significativo fenómeno sociológico surgido del postmodernismo light que se deshinchará cuando pase de moda al perder el apoyo de sus incondicionales, que habrán descubierto a otra nueva figura a la que promocionar y convertir en mito, quizá tan frágil e injustificado como el suyo propio.
Leave a reply
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.