(5) PERDICIÓN, de Billy Wilder.

ANATOMÍA DE UN ASESINATO
Basada en la novela Double Indemnity de James M. Cain y con la colaboración de Raymond Chandler en la escritura el guión, Perdición (1944) es una de las obras maestras indiscutibles del cine “negro” estadounidense de todos los tiempos. Su modélico engranaje narrativo está construido mediante una serie de rigurosos flashbacks que permiten a Fred McMurray realizar su confesión de los hechos, pasando del relato subjetivo en primera persona a la narración objetiva en tercera persona, con lo cual el destinatario del mensaje es a la vez el propio declarante, su amigo Edward G. Robinson y todos los espectadores del film en general.
La compañía de seguros y la pareja protagonista establecen un pugilato que viene a ser un retrato simbólico de la sociedad civil a través del cual el cine negro USA se adelantó 50 años al Vaticano en la denuncia, sin moralismos estériles, de la paganización que nos domina. En efecto, aquí el habitual esquematismo de buenos y malos se sustituye por una absoluta ambigüedad moral. Los personajes aparecen corrompidos por impulsos de tipo sexual o por ambición de dinero, aunque ello no impida, de ahí su carácter subversivo, que logren ganarse las simpatías del espectador hasta el punto de despertar en éste el temor a que sea descubierto su crimen.
No existe la intriga en el sentido tradicional: el artificio literario del ocultamiento rebuscado de datos cede en su lugar a una nítida y brutal exposición de las situaciones. Todo queda claro: móviles del asesinato, ejecución y consecuencias del mismo. Pero, una vez más, el crimen perfecto se revela imposible, no sólo por la sagacidad del agente de seguros sino también por el desorden interior de los propios personajes —remordimiento, temor, culpa— que les impide disfrutar plenamente de las consecuencias del delito. El resultado, como en tanto buen cine inconformista USA, es el fracaso total: el perdedor se queda sin dinero y sin mujer, quizá sin libertad o sin vida. Y todo esto lo logra el genial Billy Wilder en una época de plena vigencia del Código Hays, con sus represiones censoras en torno al sexo y a la violencia.
Cuando al terminar la proyección uno se queda pegado a la butaca, abrumado y fascinado por el derroche de talento y sabiduría fílmica, no sabe qué admirar más: la concisión y la precisión de los diálogos; la sutil y matizada dirección de actores; la complejidad psicológica en la plasmación del contraste entre apariencias y realidades que constituyen la gran mentira; la discreta y evocadora música de Miklós Rózsa; la perfección de una puesta en escena que sabe calibrar al detalle la función narrativa y expresiva de los encuadres, elipsis, angulaciones, iluminación, etc…
Para terminar, sólo quiero llamarles la atención sobre cuatro momentos antológicos de la película: el primer intento de ligue de McMurray; el asesinato en off del marido sobre el primer plano de Bárbara Stanwyck; el tiroteo final entre la pareja de amantes; y el desenlace con el protagonista herido junto a Edward G. Robinson.
¿Hace falta insistir en nuestra enorme admiración hacia el buen cine negro de antaño —rigor, funcionalidad, profundidad— frente al moderno despliegue de artificio, banalidad y efectismo de la mayor parte del cine criminal de nuestros días.
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