(2) EL COCINERO, EL LADRÓN, SU MUJER Y SU AMANTE, de Peter Greenaway.

NO APTO PARA GOURMETS
Greenaway es un cineasta polémico. Sus films despiertan la admiración de unos por su vigor expresivo y originalidad y el rechazo de otros por su pretenciosidad y hermetismo. Algunos espectadores abandonan la sala a mitad de proyección. Y las razones de esta diversidad de valoraciones parece radicar, básicamente, en el carácter no naturalista de su cine y en el sistemático recurso a relatos de tipo metafórico.
Por una parte nos encontramos ante un cine donde se combina extrañamente la frialdad más cerebral con toda clase de excesos escenográficos: hiperrealismo y barroquismo que aquí se traducen en una gama cromática distinta para cada actuación escénica; unos travellings descriptivos que cruzan unos muros inexistentes; unos elegantes trajes intemporales y unos actores que pecan de hieratismo o de sobreactuación. Por otra, el restaurante como espacio simbólico donde se ritualiza la explotación, la opresión y la humillación por el dueño —una especie de gangster que se pretende refinado pero que es caprichoso, cruel, despilfarrador e inculto— de su esposa, de sus acólitos gourmets, del cocinero como testigo de excepción y del personal subalterno de la cocina.
Y frente a este mundo de violencia y de nepotismo absolutos, la función del sexo como liberación y como rebelión, con una historia de amour fou que combina la pasión de los instintos y el placer con el desafío a las instituciones sociales establecidas —el matrimonio como reducto de la mujer-objeto poseída por el marido—, a lo que cabe añadir el universo de la cultura —el amante es lector y almacenista de libros— como formas civilizadas de enfrentamiento a la arbitrariedad y a la tiranía.
Pero aún sin llegar a los extremos de efectismo y de metafísica del odioso Ken Russell, no les falta razón a los detractores de Greenaway cuando lo acusan de esquematismo, por cuanto el paso cualitativo del signo al símbolo se produce mediante una operación reduccionista del significado, es decir, con la plasmación de un enfrentamiento maniqueo entre buenos y malos en el que falta esa sutileza que nos permite distinguir las terribles injusticias del feudalismo al frágil bienestar del capitalismo moderno.
Ignoro hasta qué punto el director ha sido influido por las aportaciones fílmicas de Buñuel o, más concretamente, por Saló, o los 120 días de Sodoma (Pier Paolo Pasolini, 1975), La gran comilona (Marco Ferreri, 1973) o El imperio de los sentidos (Nagisa Oshima, 1976). Más bien parece que su visión de la sociedad es resultado de un conglomerado conceptual en el que se insertan las artes plásticas, la formación matemática y la grandilocuencia de un teatro isabelino dominado por los grandes arquetipos humanos y por la idea predominante de la venganza.
Todo ello da como resultado un cine artístico y experimental, cuya pretensión es alcanzar la suprema qualité, bien evidente en una película cuya coherencia estética es indiscutible pero cuyas insuficiencias y limitaciones resultan igualmente manifiestas si pensamos, por ejemplo, en que el relato ha pretendido ser, en cierta medida, un reflejo de la Inglaterra thatcheriana. Retrato bastante burdo, sin duda, en una época donde los principios del libre mercado, el máximo beneficio y el consumismo desaforado han adquirido tal sofisticación que hasta son gustosamente admitidos por sus presuntas víctimas.
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