(3) EL MAR Y EL TIEMPO, de Fernando Fernán Gómez.

TIEMPOS DE REVOLUCIÓN
Seguramente la mejor película española del año, El mar y el tiempo viene a retomar el discurso de la excelente El mundo sigue (1963) del mismo cineasta, uno y otra crónicas de la vida cotidiana traspasadas por la desgarradora contradicción entre los enunciados de la ética y las prosaicas exigencias de la realidad. Título de resonancias poéticas, con un mar que evoca la distancia y el olvido; y con un tiempo que genera el envejecimiento, la corrupción y la necesidad de supervivencia, el film evidencia una vez más el escepticismo que Fernán Gómez deja entrever en sus obras más personales, centrando su atención en esta ocasión en un emblemático 1968, año de ideales revolucionarios que quedaron reducidos al efímero esplendor de un ímpetu juvenil tan generoso como utópico.
En este modélico relato, el personaje de Jesús (José Soriano), el exiliado a la Argentina que visita a su familia en Madrid, asume la función de elemento dramático “extraño” que asiste, de forma distanciada y activa al mismo tiempo, a las aspiraciones, tensiones y fracasos del grupo familiar, un testigo de excepción que vehicula el profundo desencanto del autor. Un desencanto repleto de lucidez que afecta tanto a los componentes de la generación de una guerra civil perdida como a los jóvenes “progres” de la lucha antifranquista y de la romántica escapada al París de las barricadas. Un discurso tan alejado del sermón moralizante como del panfleto aleccionador que testimonia el naufragio de los ideales políticos, y paralelamente, las miserias sentimentales y sexuales de quienes pretenden cambiar el mundo y terminan hundidos en la mediocridad y el conformismo.
Fernán Gómez contempla el inmediato pasado sin nostalgia, pero sí con melancolía. Y para que su clarividencia no se convierta en excesiva crueldad finaliza púdicamente sus escenas mediante fundidos en negro, evitando así que aparezca el talante plañidero y autocompasivo de quien hurga hasta sangrar en sus propias entrañas.
Unos actores extraordinarios, unos diálogos precisos, unas metáforas perfectamente integradas en el relato, el habitual homenaje a la profesión de “cómico” y un punto de vista inteligente y sensible, que logra compaginar la comprensión y la ternura hacia los personajes con el lúcido testimonio de su mediocridad y frustraciones, son factores a destacar en esta magnífica y emotiva película que se aparta decididamente de esa corriente evasiva y academicista que domina y esteriliza a la mayor parte del cine español de nuestros días.
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