(0) DIRTY DANCING, de Emile Ardolino.

EL BAILE COMO ACTO DE REBELDÍA
Uno se ve forzado a pensar que la bobería es una cuestión fatalmente determinada por la biología más allá de evoluciones históricas, modas cambiantes, avances tecnológicos o transformaciones económicas. A través de los años, las películas con Deanna Durbin, Sandra Dee y Troy Donahue, Marisol o esta Dirty Dancing configuran lo que denominamos un “cine para quinceañeras” caracterizado por un romanticismo degradado por la cursilería, las convenciones más sobadas y el idealismo más artificioso e inconsistente. Se basa, fundamentalmente, en el proceso de identificación de la espectadora adolescente con la protagonista del film, en esta ocasión un “patito feo” que acaba convirtiéndose en cisne esplendoroso, una Cenicienta que termina encontrando su príncipe azul en la figura de un experto bailarín, pobre pero honrado y, sobre todo, guapísimo.
Por debajo de toda una parafernalia de amoríos veraniegos late un mensaje conservador no sólo en torno a un falso interclasismo, sino acerca de las relaciones amorosas. Los nuevos tiempos no pueden ya dejar de lado las referencias al sexo, pero el erotismo es aquí light y siempre viene justificado por el “amor verdadero”, es decir, matrimoniable y con vocación de eternidad, mientras que el embarazo ocasional y consiguiente aborto adquieren tintes lindantes con la tragedia.
Todo el entramado “rosa” viene aureolado por las mieles del musical más socorrido y facilón: bailarinas de gimnasio y barra que se contornean y magrean mecánicamente en un estilo coreográfico pobretón que se limita a las clásicas evoluciones de los bailes de salón con el añadido de unos cuantos pasos de fantasía. Ritmos de mambo, salsa y bolero pretenden reflejar los años 60 pero sus arreglos estereofónicos nos remiten antes a las discotecas del momento presente.
¿Hará falta añadir que hay final feliz y que, de repente, todos los conflictos son resueltos acabando los personajes la mar de contentos?
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