(0) MUJERES AL BORDE DE UN ATAQUE DE NERVIOS, de Pedro Almodóvar.

EL PROFETA DE LA POSTMODERNIDAD
De Almodóvar sólo había visto Entre tinieblas (1983) y ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984) y, la verdad, no me entusiasmaron. Pero la avalancha de premios y de loas que ha recibido recientemente Mujeres al borde de un ataque de nervios me ha impulsado a conocer la última película del director manchego afincado en la Villa y Corte.
Yo no creo que el “fenómeno Almodóvar” se haya consolidado sólo ni principalmente por la cultura gay del realizador y por el beneplácito de una clientela que conecta fácilmente con su particular sensibilidad. El cine de Pasolini, Fassbinder o Visconti suele entusiasmar a muchos críticos, pero mucho menos a la parroquia almodovariana, porque aquél nos llega desprovisto de autocomplacencia y de frilovidad, que constituyen en suma la esencia del celebrado anarquismo vital del autor de Matador (1986).
La explicación lógica habría que buscarla en otros ámbitos. Quizás en una moda fomentada por la industria cinematográfica necesitada, en una recientemente desarrollada sociedad de consumo, de “descubrir” y “consagrar” nuevos valores para el mercado. Posiblemente en una hábil promoción publicitaria, tanto del propio interesado como de los medios de comunicación cómplices seducidos por la aureola de un madrileñismo reciclado que ha pasado de la encorsetada chulapona tradicional a la desenvuelta punky fumadora de porros. Y, seguramente, en el papel de “sumo sacerdote” del postmodernismo que el cineasta está representando y que halla buen acomodo en medio de la ola de neoconservadurismo que nos invade, una actitud ideológica que desprecia el ejercicio de todo sentido crítico ante la vida para instalarse cómodamente en un nirvana moral, estético y sentimental donde tiene cobijo toda una parafernalia de sensaciones, cocinadas a base de lo lúdico, lo original, lo brillante, lo ingenioso y lo distraído como nuevos valores de una postmodernidad que, como ya sugería Vázquez Montalbán, no es otra cosa que un revoltijo de baratijas en el supermercado de la Cultura. Unos valores que venden bien en una sociedad que ha entronizado el individualismo conformista y el arribismo sin escrúpulos, donde incluso antiguos portavoces de la élite intelectual, entonces rebeldes y comprometidos, han vendido su conciencia al Poder por un plato de lentejas.
Almodóvar es un autodidacta que no ha partido de una sólida base cultural racionalista, de signo humanista o científico, sino de la observación y de la intuición desarrolladas en la escuela de la vida, en las calles de la gran ciudad. Tampoco parte de la nada: su universo es propio de un entorno urbano adolescente dominado por la omnipresencia de los medios audiovisuales, asumidos complacientemente y sin la previa explicación de un riguroso tamiz crítico.
Pero cualquier comparación de las comedias de Almodóvar con las de Wilder, Hawks, Donen, Minnelli o Edwards es pura herejía. Estoy de acuerdo con Antonio Vergara (TURIA nº 1262) cuando define el populismo y el casticismo del manchego como la herencia de la comedieta celtibérica de los años 60 y 70, aquella de los Ozores, Lazaga y cía. que ensalzaban el desarrollismo económico español —abundancia de coches, apartamentos de la playa, televisores, turismo, etc.— manteniendo intocable la reaccionaria moral instaurada por el nacionalcatolicismo desde la postguerra. La superficialidad y el conformismo de aquellas aberrantes comedias del franquismo tienen en Almodóvar un continuador acreditado y convenientemente puesto al día con vestidos, maquillajes, escenarios, músicas, coloridos y latiguillos cheli de última hora. Ya no hay propuestas de represión sexual pero se olvida de que aún sustisten otras muchas represiones al margen de la entrepierna.
La excelente fotografía de José Luis Alcaine y el sólido oficio de Carmen Maura son el atractivo envoltorio que encubre la chuchería que es, en el fondo, el último film de Almodóvar.
Una cosa es la comedia como convención narrativa y otra muy distinta Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988), donde todo rigor sucumbe ante la bísqueda de efectos que gratifiquen al espectador poco exigente. Las gallinas y conejos en el ático, los terroristas chiítas, la portera testiga de Jehová, el taxista folklórico, la abogada feminista… son ejemplos de que hasta lo más inverosímil e intragable, por artificioso y falso, le sirve al celebrado realizador para complacer a una clientela y ansiosa de “modernidad” como huérfana de sentido común.
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