(2) LA ÚLTIMA PELÍCULA, de Dennis Hopper.

METACINE DE CORTE EXPERIMENTAL
Dennis Hopper alcanzó un éxito inesperado con Easy Rider (1969), prototipo de un cine más cercano a la realidad para un público joven que por fin se veía reflejado en la pantalla, y la productora Universal creyó haber asistido al nacimiento de un nuevo genio, concediéndole un año después plena libertad y un amplio presupuesto para el rodaje de una película en Perú: La última película. Pero tras su presentación en los festivales de Venecia y Cannes, el film fracasó en su explotación comercial en Estados Unidos y fue retirado de la circulación, convirtiéndose así en un título tan “maldito” como mítico.
Su reaparición entre nosotros, al cabo de 17 años, nos lleva a reflexionar sobre el destino fatal de toda vanguardia: la provocación y la ruptura acaban siendo fagocitadas y neutralizadas por un sistema dominante en una operación de ósmosis mediante la que industria y negocio recodifican las aportaciones expresivas más novedosas, las asimilan, enriquecen las propias y vacían de contenido sus propuestas más revulsivas o subversivas.
Y así, a gran parte de ese cine “independiente” de finales de los años 60 y principios de los 70 le ha ocurrido como a aquellos furibundos e iconoclastas cineastas “deconstructores” de la época, reconvertidos hoy en dóciles funcionarios a sueldo de la enmoquetada cultura institucional.
El pretexto del rodaje de un western le sirve a Hooper para elaborar un discurso sobre “el cine dentro del cine”, sobre las relaciones entre ficción y realidad, sobre el choque entre dos culturas —la dominante yanqui y la nativa colonizada—, sobre la corrupción ejercida por el dinero, sobre la violencia y la imposibilidad de materializar el “sueño americano”, sobre la inexistencia de paraísos perdidos… con citas cinéfilas e intentando compaginar una cierta visión crítica de la realidad y del cine hollywoodiense con el respeto a la figura tradicional del héroe por él encarnado y finalmente inmolado.
Para ello el realizador echó mano de todos los tics de la modernidad fílmica del momento —ralentís, planos repetidos, miradas distanciadoras hacia la cámara, tiempos dramáticamente muertos, fallos deliberados de raccord, etc.— representando así su papel de “autor” genial pero sin dominar realmente los recursos narrativos puestos a su disposición.
Pero el tiempo es implacable y la perspectiva de los años permitirá situar a La última película en su justo lugar: un osado experimento formal, un negocio ruinoso para la Universal y, sobre todo, una estancia en Perú con gastos pagados donde al parecer el sexo, el alcohol y la droga estuvieron omnipresentes en el rodaje y en la ficción, es decir, delante y detrás de la cámara.
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