(1) LAS BRUJAS DE EASTWICK, de George Miller.

AQUELARRE EN LA AMÉRICA PROFUNDA
No he leído la novela original de John Updike, pero según referencias la película la ha traicionado totalmente. Lo que prometía ser una magnífica fabulación satírica contra el puritanismo, el patrioterismo y el orden establecido en una pequeña ciudad estadounidense, acaba invirtiendo los términos de la cuestión y se convierte en una casquivana apología de la moral tradicional y de las buenas costumbres.
En la pequeña y tranquila población de Eastwick viven Jane (Susan Sarandon), Sukie (Michelle Pfeiffer) y Alexandra (Cher), tres modernas y aburridas mujeres. Hartas de esperar al hombre capaz de satisfacerlas, una noche de lluvia se reúnen, e inocentemente, invocan al hombre perfecto. Pronto descubren sus extraordinarios poderes cuando llega a la ciudad el misterioso Daryl Van Horne (Jack Nicholson), un personaje tan diabólico como seductor.
El diablo, por tanto, se encarga de liberar y de hacer disfrutar a tres mujeres frustradas por el ambiente provinciano hasta que la comunidad toma represalias contra ellas. Este era el momento adecuado para reflexionar sobre el precio de la libertad y sobre la fuerza de los prejuicios dominantes. Pero aquí el relato da un giro: las protagonistas se dan cuenta de su maldad y emprenden la tarea de destruir al “maligno”.
Y así, si en su primera mitad al film le falta rigor y precisión —insuficiente estudio de personajes, descripción de ambientes y análisis de comportamientos—, en su segunda parte la debacle es absoluta: una sucesión granguiñolesca de vómitos, gruñidos y catástrofes, así como una pesada serie de payasadas y números circenses a cargo de Jack Nicholson, en la línea del peor cine de terror actual, terminando de targiversar las tesis iniciales, las que Arthur Miller exponía en Las brujas de Salem. Aquí es el pueblo alienado quien tiene la razón frente a los rebeldes.
George Miller, responsable de la saga Mad Max, sigue fiel a su estilo: piruetas, pirotecnia y efectismos varios para un relato que requería una capacidad irónica y una sutileza conceptual aquí austentes por completo.
Una vez más, el cine USA actual —un batiburrillo de dólares, derroche técnico y star-system— confecciona un producto casi infalible cara a la taquilla, pero al precio de la imbecilidad. Ahora ya no importa ni el talento ni la reflexión, sólo parece funcionar un pragmatismo audiovisual hecho de fórmulas trilladas que aportan “sensaciones” fuertes a un público totalmente amorfo y masificado. Cine para “distraer”, nunca para hacer pensar.
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