(3) UN DOMINGO EN EL CAMPO, de Bertrand Tavernier.

HOMENAJE A RENOIR Y A BERGMAN
Con una base argumental reducida a la mínima expresión —un viejo pintor, residente en el campo, recibe la visita dominical de su familia—, Tavernier realiza un ejercicio de estilo que supone, a la vez, sendos homenajes cinéfilos a sus admirados Renoir y Bergman. Del primero, influído por Una partida de campo (1936) y Comida sobre la hierba (1959), retoma la sensualidad y el clima cálido del verano, el bucolismo de las comidas campestres y el tipismo rural de los bailes populares; del segundo —véase Fresas salvajes (1957)— refleja cierta trascendencia existencial, no exenta de dramatismo, en torno a la vejez, la soledad, los pequeños egoísmos cotidianos y la incomunicación humana.
La acción transcurre en el período estival de 1912, lo que permite la utilización de imágenes que evocan el universo impresionista de Augusto Renoir, mientras abundantes fundidos en negro denotan el paso del tiempo, en una especie de crónica cuajada de tiempos muertos, de actos y de conversaciones banales cuyo carácter melancólico y lírico es adecuadamente subrayado en la banda sonora por la música de Gabriel Fauré.
Un domingo en el campo es un relato lleno de belleza y de serenidad, con ligeros apuntes psicológicos —el contraste entre la rutina familiar del hijo y la ansiedad de la hija, independiente pero obsesionada por su amante—, aunque no deja de aparecer como una meritoria copia de un alumno aplicado respecto al modelo de los ya citados maestros inspiradores. La diferencia entre ellos y Tavernier es palpable por cuanto en aquellos todos los elementos expresivos se hallan en perfecta armonía, mientras que aquí se nota el esfuerzo para recalcar los elementos visuales en busca de una estética que no siempre obedece a exigencias de la narración.
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