(2) LA PROMETIDA, de Franc Roddam.

UNA BELLA CRIATURA
Del libro de Mary Shelley Frankenstein o el moderno Prometeo se han realizado multitud de adaptaciones cinematográficas y la de Franc Roddam, a partir de un guión de Lloyd Fonvielle, supone una visión del tema mucho más cercana a la faceta romántica y fantástica de la productora Universal años 30 —inevitable no aludir a La novia de Frankenstein (1935) de James Wale— que a la vertiente terrorífica propia de la Hammes Films de los años 50.
Con la presencia de Sting como barón de Frankenstein, destaca este film por su excelente escenografía y contundente fotografía, un exquisito ciudado en la composición de las imágenes y, sobre todo, por la consideración de las dos criaturas “fabricadas” como víctimas de una sociedad que se considera normal pero que condena a la marginación, la explotación y la humillación a los tenidos por inferiores y diferentes. La tesis roussoniana del “buen salvaje” está aquí presente: Víctor y Eva seguirán distintas trayectorias hasta concluir finalmente en lo que parecía ser su destino, como en el mito de La bella y la bestia, el amor entre seres de muy distintas apariencias externas pero unidos por la fuerza interior del amor y de los buenos sentimientos frente a un mundo hostil y cruel.
Víctor, feo y gigantesco, es como un niño que no comprende la maldad ajena y que sólo hallará amparo en la amistad de un enano. Distinto es el caso de la hermosa Eva, encarnada por Jennifer Beals: esclavizada por el barón, presuntamente educador pero tremendamente egoísta, deseada por un capitán, todos impedirán que llegue a ser una mujer realmente libre y culta. Esta óptica moderna, diríamos feminista, supone una licencia histórica fácilmente disculpable.
Una película, pues, hermosa y llena de generosas propuestas que no acaba de cuajar en una obra redonda por falta de una mayor coherencia en el guión, que recurre en ocasiones a ciertas convenciones y concesiones a la taquilla, así como por su búsqueda obstinada de un lirismo que sólo en determinados momentos fluye con naturalidad. Y es que entre la poesía y la vulgaridad hay la misma corta distancia que separa lo sublime de lo ridículo.
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