(4) LA BALADA DE NARAYAMA, de Shôhei Imamura.
SUPERVIVENCIA Y BRUTALIDAD
“Quiero hacer películas vulgares“. La frase no significa que Imamura abomine del rigor narrativo ni de la búsqueda de un estilo, sino que procura evitar la gratificación del espectador si para ello ha de sacrificar el verismo, que no equivale a la total exclusión del lirismo o de la fantasía, a la visión idealizada de ambientes, conflictos y personajes. Para entendernos, La balada de Narayama, basada en una novela de Shichirô Fukazawa, es una crónica brutal y revulsiva sobre una pequeña y mísera comunidad campesina que deja a un film como Los santos inocentes (1984) reducido a un simple cuento de hadas.
La maestría de Imamura en el género documental y su preocupación por el retrato de ambientes populares le ha permitido elaborar un excelente documento cuyo valor antropológico y etnográfico alcanza una altura excepcional. El primitivismo de la colectividad que nos presenta es de tal grado que repugna a lo que entendemos como sociedad civilizada, es decir, al sedimento de las normas morales y jurídicas que entre nosotros ha ido decantando el transcurso de los siglos.
No se trata, como parece, de una historia ambientada en épocas pretéritas, sino de hábitos y tradiciones vigentes hace sólo 100 años en algunos reductos geográficos del Japón. Nada más lejos, sin embargo, de un relato moralizante con una consideración metafísica de la maldad: los hombres se comportan cruelmente, incluso bestialmente, porque su conducta está condicionada por las circunstancias adversas en que viven, por una Naturaleza hostil que erige la mera supervivencia en valor supremo de las relaciones humanas, familiares y sociales.
No son, pues, gratuitos los abundantes insertos de animales que Imamura utiliza en la narración: bestias y personas se limitan a desempeñar fatalmente unas funciones biológicas cuya lógica implacable obliga a sacrificar a los más débiles para asegurar la supervivencia de los más dotados para el trabajo.
Como discípulo aventajado de los grandes maestros nipones, Imamura adopta un punto de vista objetivo en su relato y logra conjugar el distanciamiento cognoscitivo con una intensidad emotiva casi insostenible. Sólo un gran cineasta podía barajar con acierto un humor de tonos patéticos, un dramatismo cargado de crueldad y un aliento poético de buena ley.
Y sólo elogios merecen la escasa música que acompaña a las imágenes, unos actores increíblemente expresivos y convincentes y una fotografía cuyo cromatismo es exactamente el que requería la narración. Sin duda, La balada de Narayama será uno de los títulos a tener en cuenta entre los mejores del año que comienza.
José Vanaclocha
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