(3) RASHOMON, de Akira Kurosawa.

LA VERDAD TIENE MIL CARAS
En Rashomon (1950), Kurosawa adaptó unos cuentos de Rynosuke Akutagawa y, tras ser premiado con el León de Oro en Venecia y el Oscar de Hollywood, abrió los mercados occidentales a la producción cinematográfica japonesa. El film se estructura en varios flashbacks a partir del relato de los testigos presenciales de la muerte de un samurai y de la violación de su esposa por un famoso bandido, fragmentación espacio-temporal y diversidad de puntos de vista en la narración ya consagradas por Weles en Ciudadano Kane (1941).
Kurosawa, pese a todo, compone un film bastante clásico en cuanto a planificación —descripción espacial mediante planos medios de fuerte plasticidad— y banda sonora con música de carácter occidental basada en el Bolero de Ravel, con una acertada utilización de exteriores naturales y de decorados, alternando el sol y la lluvia según se trate de narración en pasado o en presente.
Personalmente prefiero el cine de los grandes maestros nipones Ozu y Mizoguchi —serenidad, lucidez, lirismo, coherencia formal— y estimo que Kurosawa no se ha planteado tanto el problema filosófico del conocimiento como la construcción de una parábola sobre la situación moral y material de su país tras la derrota bélica y la catástrofe nuclear. Y así, muy lejos de las truculencias de la serie Mad Max y similares, Kurosawa ve el mundo con una mezcla de pesimismo y de esperanza —una moraleja de signo humanista cuyo valor testimonial abona un cierto reduccionismo de significados—: la pérdida de la inocencia y la incógnita ante el futuro están plasmadas en este film protagonizado por supervivientes de un drama cuya conciencia no les deja vivir en paz. Violencia, lujuria, egoísmo, cobardía, mentira, codicia… son taras que arrastran unos personajes cuyos testimonios en la escuesta policial están llenos de contradicciones, omisiones y tergiversaciones según sus particulares intereses. Visión negativa de una Humanidad que sólo al final, con el hallazgo del bebé abandonado y el cese de la lluvia, deja paso a un cierto voluntarismo optimista ante el futuro.
La importancia de la película, a mi juicio, estriba tanto en el lirismo metafórico de las escenas ubicadas en la puerta de Rashomon como en su intención de desmitificar los valores épicos tradicionales —el espíritu militarista y de casta— a sólo cinco años de la derrota del Imperio del Sol Naciente. Menos convincente resulta la sobreactuación de Toshiro Mifune, la forzada moraleja final y una planificación y un acompañamiento musical que el tiempo transcurrido se ha encargado de situar en sus justos límites.
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