(3) LA CORTE DE FARAÓN, de José Luis García Sánchez.

LA CORTE FRANQUISTA DE LOS MILAGROS
Con libreto de Guillermo Perrín y Miguel Palacios y música del valenciano Vicente Lleo, La corte de Faráon —opereta bíblica estrenada en 1909, que satiriza el episodio de José en Egipto, el general Putifar y su mujer, los sueños del faraón, etc.; esbozada, según se dice, en una sola noche de jarana pero con una partitura notable que incluye referencias paródicas a la Aida verdiana, a la ópera vienesa y a la zarzuela castiza—, obra prohibida por “irreverente y lasciva” durante la dictadura franquista, ha sido tomada por los guionistas Rafael Azcona y García Sánchez como referente o pretexto para trazar un panorama tan divertido como corrosivo del paisaje dominante al final de los años 40 en España.
Y así, a partir de la violenta detención de una compañía de aficionados que representa La corte de Faraón en función benéfica y mediante una serie de flashbacks determinados narrativamente por las diligencias que se practican en comisaría, asistimos tanto a los ensayos y estreno de la pieza escénica, ofrecida en un tono cutre y naïf muy alejado, por ejemplo, del decorativismo hortera de la serie televisiva La comedia musical española, a las especiales relaciones entre los miembros de la compañía y, sobre todo, a la actitud de las “fuerzas vivas” del momento: el censor eclesiástico y el comisario. Obsesionados, respectivamente, por el sexo y la conspiración judeomasónica así como las veladas alusiones al Caudillo.
Al final, tras una suculenta paella, la pagan aquellos que no pertenecen a la casta privilegiada, por dinero o por cargo político, del sistema imperante: la gente humilde y siempre sospechosa de proclividad a la subversión.
Unos diálogos sabrosísimos, unos personajes llenos de matices, realistas pese al carácter esperpéntico del relato, y unos actores excelentes componen un magnífico fresco social de la autarquía que viene a resaltar no sólo los mecanismos externos de la represión sino también los más íntimos resortes de la violencia institucional: a lo arbitrario y a las razones de la ortodoxia ideológica que unen las personales frustraciones de quienes imponen a los demás las normas de conducta. El represor es siempre, en el fondo, un reprimido.
Película, pues, inteligente y recomendable para pasar un rato divertido y de visión imprescindible para quienes todavía acostumbran a frecuentar los juzgados para censurar todo tipo de expresiones artísticas consideradas por ellos “impuras” o “moralmente reprobables”.
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