(2) RÉQUIEM POR UN CAMPESINO ESPAÑOL, de Francesc Betriu.

EL NIÑO DEL MOLINO
Adaptación fílmica de la famosa novela de Ramón J. Sender, una crónica rural aragonesa que abarca cronológicamente los años que van desde la monarquía al alzamiento franquista pasando por la República. En el film, estructurado en bloques mediante flashbacks, siguiendo los recuerdos del cura Mosén Millán en el momento de ir a celebrar una misa de difuntos por el joven campesino ejecutado por los falangistas, las circunstancias políticas del momento son un mero telón de fondo que explica las actuaciones de los personajes.
Lamentablemente, el valor de la novela queda aquí reducido a una sucesión esquemática de anécdotas argumentales, sin que los flashbacks añadan complejidad a un relato básicamente lineal determinado por los remordimientos de un sacerdote rural esencialmente “bueno” pero delator y colaboracionista tras ser víctima del engaño. Y así, echamos en falta la complejidad de la España del momento —clases sociales enfrentadas, privilegios de la aristocracia terrateniente frente a la miseria del campesinado, papel conservador de la Iglesia, etc.— y un retrato de personajes que reflejara también las contradicciones entre tradición y rebeldía, especialmente en lo referente a la mujer y al clero.
La película de Francesc Betriu hubiera hecho las delicias de los demócratas en los años de la Transición, pero actualmente las simplificaciones excesivas, la hegemonía de lo ideológico frente a otros factores de la realidad, hacen derivar peligrosamente cualquier relato hacia el reduccionista terreno de lo panfletario. Hoy en día, un cine válido no sólo ha de atender a lo que se cuenta sino también y fundamentalmente al cómo se cuenta, es decir, que las formas narrativas son las que determinan la belleza, la complejidad y, en definitiva, la validez de las propuestas.
Pero los tiempos no están, al parecer, para experimentos formales ni para innovaciones vanguardistas. Las vigentes normas proteccionistas del cine español están creando un modus operandi en nuestros cineastas que los asemejan a meros funcionarios de la cámara, con productos simplemente correctos, aplicaditos y sin riesgos. Ya lo decía Welles: en el cine lo principal es la poesía. Y films como el que comentamos sin cine de prosa, entendida ésta como prosaica realidad. El cine que nos gusta, el que aúna de manera indisoluble lo político, lo social y, en definitiva, lo humano, va por otros derroteros. Para entendernos: El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973), Roma, ciudad abierta (Roberto Rossellini, 1945), La noche de San Lorenzo (Paolo y Vittorio Taviani, 1982) o El conformista (Bernardo Bertolucci, 1970). Peor claro, esto quizá sea pedir demasiado.
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