(1) LADY HALCÓN, de Richard Donner.

LA MALDICIÓN DE LOS AMANTES
Los veteranos cinéfilos, aquellos que forjamos nuestro amor por el séptimo arte con el cine clásico, constatamos desolados que el cine no es ya lo que fue. No encontramos en él la fascinación de los géneros, ni la épica de los personajes, ni la capacidad expresiva de los diálogos, ni la fuerza poética de las situaciones. Pero no se trata de una reaccionaria mirada nostálgica hacia el cine de los años 40 y 50, sino de la pura y simple evidencia de que el cine actual no está hecho con humana sensibilidad sino con el frío marketing de las cifras y con los mecánicos botones de las computadoras.
Y así, un film como Lady Halcón, cuyo carácter de aventura fantástica remite tanto al look medievalista de la Metro años 50 como al mito de “la bella y la bestia”, sólo nos produce el tedio y la indiferencia propios del que asiste a un montaje industrial perfectamente previsible. En efecto, en su afán de captar las más amplias audiencias, el producto aglutina sin recato recetas y clichés de las más variadas procedencias: toque juvenil, terror e intriga, acción y romance, magia y mensaje “social”, drama y humor, nobleza y picaresca… en dosis matemáticamente calculadas y convenientemente repartidas a lo largo de la narración, poniendo el acompañamiento musical acorde a cada situación con criterios tan funcionales como efectistas.
Los personajes alcanzan las más altas cimas de la simplificación como arquetipos representantes de la bondad o la maldad absolutas, y así hasta el espectador más torpe no puede dejar de identificar y rechazar la villanía del Obispo de Aquila, una increíble mezcla de asesino, lascivo, avaricioso, tirano y brujo señor feudal.
Da pena pensar qué maravillas hubiera hecho un Walsh o un Huston con esta historia de amor romántico llena de lirismo y de fantasía. El discreto Richard Donner se limita a filmarla rutinariamente con truculencias que suplen malamente su falta de imaginación creadora, y los escasos momentos atractivos del film sólo hay que atribuirlos a la excelente fotografía de Vittorio Storaro y a la belleza de la protagonista, la actriz Michelle Pfeiffer.
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