(3) LOS FRUTOS DE LA PASIÓN, de Shuji Terayama.
DELEITE Y SUMISIÓN
Primer film de Shuji Terayama que se exhibe comercialmente en España, el penúltimo de este cineasta japonés fallecido en mayo de 1983 y que, como su compatriota Oshima, había realizado algunas de sus obras en Francia, quizá al amparo de una libertad de expresión que no hallaba en su propio país. Los frutos de la pasión (1980) evidencia dos de las principales preocupaciones temáticas de su autor, la política y el sexo, adaptando muy libremente la novela de Dominique Aury Retour à Roissy (1969).
Pero aquí lo de menos es el sustrato literario de partida, tremendamente débil si no fuera por el enorme talento de un Terayama cuyo estilo no naturalista, muy libre y de muy difícil lectura en ocasiones, convierte una historia trivial y artificiosa en un relato apasionante, de un acentuado lirismo y de una belleza formal raras veces contemplada en pantalla. Y así, la peripecia de la jovencita (Isabelle Illiers) recluida en un burdel chino por su amante, el noble inglés sir Stephen (Klaus Kinski), viene enriquecida por el entorno histórico y político: la revuelta de los coolies de los años 20 en Hong Kong, trazando un paralelismo entre la esclavitud de la chica y la de un pueblo colonizado que lucha por recobrar su libertad, colectivo personificado en el adolescente revolucionario enamorado de la prisionera.
El estilo personalísimo de Terayama se traduce en un clima onírico casi omnipresente, en el barroquismo de los decorados, y sobre todo en la belleza de unas imágenes que comportan un tratamiento muy especial del color: desde la brillantez decadente y fantasiosa del lupanar hasta el monótono tono gris de los ambientes populares miserables, sin olvidar ese artificial colorido por franjas en determinadas escenas.
En suma, una verdadera obra de autor, un espléndido regalo para los ojos y un film con un tratamiento casi más intelectual que sensual del erotismo, con utilización de la capacidad de sugerencia del porno blando para describir las actividades del prostíbulo sin falsos pudores y sin desdeñar ciertos rasgos de humor.
José Vanaclocha
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