(3) LA HISTORIA INTERMINABLE, de Wolfgang Petersen.

ELOGIO DE LO FANTÁSTICO
La película viene precedida de un cierto renombre, gracias a la intesa labor promocional de las multinacionales, que han insistido en la espectacularidad de sus efectos especiales y en la belleza de una banda sonora que incluye la aportación de ese gigante de la música pop que es Giorgio Moroder. Por una vez, la publicidad no me ha defraudado del todo, pues estamos ante un cine infantil digno pese al desacuerdo de Michael Ende en la forma de adaptar su libro al cine.
El film puede ser analizado desde diversas perspectivas: como discurso filosófico —relación entre realidad cotidiana y la fantasía—, como reflexión política —la nada es el mal, propiciado por la falta de imaginación de los hombres que han perdido la esperanza y la ilusión, víctimas propiciatorias de la tiranía; una inteligente definición de los fascismos—, como una apasionada llamada en favor de la lectura de libros por parte de los niños —frente a la mediocridad de la vida cotidiana, el sumergirse en el mundo de la ficción permite al lector un poderoso instrumento de libertad creativa—, como un alegato pacifista —el pequeño protagonista debe abandonar las armas en su aventura— que no excluye sin embargo la legítima defensa… y, por último, como explicitación semántica del proceso de la lectura, con ese constante tránsito desde el mundo real al de la fantasía, materializado por el propio lector y viceversa, universos que finalmente confluyen en uno solo en torno al héroe de la aventura imaginada, pues cotidianeidad y fantasía son dos aspectos de una misma realidad: una historia interminable.
En resumen, una película enormemente sugestiva, a la que se le puede reprochar no obstente una evidente subordinación a las exigencias del marketing y la moda, así una excesiva ñoñería en la concepción física —sublimación típicamente disneyana— del protagonsita y de la princesa infantil. Y una palpable copia del estilo satírico-terrorífico del Lucas y Spielberg en el diseño de los monstruos —comepiedras, perro volador, etc.—, que sin duda en la obra de Michael Ende tenían unas características mucho más ordinarias y cotidianas.
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