(2) TAMARA Y LA CATARINA, de Lucía Carreras.

LOS OLVIDADOS
El cine mexicano, de carácter marcadamente popular, ha estado tradicionalmente poblado de melodramas lacrimógenos, películas de mariachis y rancheras, el humor castizo de Cantinflas y los ínfimos productos de vampiros y luchadores de pressing catch. Y de pronto, en este desolador panorama, estalló la bomba de Los olvidados (1950), magistral y dura crónica social de un exiliado llamado Luis Buñuel. El ejemplo del realizador aragonés germinó en los años 60 con un nuevo y riguroso cine azteca encarnado en películas de Luis Alcoriza, Felipe Cazals, Arturo Ripstein y otros.
Tamara y la Catarina pertenece a esta corriente que transita entre el realismo y el esperpento, en esta ocasión como film hecho con mucha sensibilidad pero con escasos medios, un contundente testimonio humano y colectivo que retrata la vida cotidiana de los estratos más depauperados que habitan el extrarradio de la superpoblada capital mexicana. Dos mujeres —una de ellas mentalmente discapacitada— desempeñan trabajos eventuales y mal remunerados, se ayudan mutuamente y además cuidan a una niñita encontrada en la calle y recogida por una de ellas.
La soledad y la pobreza dotan de una cálida humanidad a estos personajes entre un coro de vecinos, conocidos y funcionarios que poco hacen para mejorar su suerte. Interesante film testimonial sobre los sectores más miserables de una ciudadanía abandonada a su destino, hecho con la voluntad de despertar la solidaridad del espectador, llegando hasta los límites del “miserabilismo” aunque sin recurrir a resortes sensibleros excesivamente primarios.